El esplendor que alguna vez fue
Hubo un tiempo en que la Argentina brillaba ante los ojos del mundo.
Una nación joven y pujante, bendecida por su tierra fértil, sus recursos naturales y su gente trabajadora. Un país donde la palabra “futuro” tenía un sentido real. Donde los hijos podían aspirar a vivir mejor que sus padres, y donde el esfuerzo encontraba recompensa.
Era un territorio de paz, lejos de las guerras que asolaban Europa. En sus ciudades y campos reinaba la prosperidad. Las reservas de oro colmaban el Banco Central, la moneda era sólida y respetada, y la inflación —ese mal que hoy nos persigue— era una palabra desconocida.
El peso argentino valía tanto como el dólar o la libra esterlina. Los precios eran estables, los salarios dignos, y el trabajo era sinónimo de progreso. Fue así como millones de inmigrantes —italianos, españoles, árabes, franceses, británicos— llegaron con una valija llena de esperanza a este país que prometía y cumplía con esas expectativas.
Aquí construyeron casas, levantaron fábricas, sembraron sueños. En 1900, más de seis millones de ellos habían cambiado la fisonomía del país, creando una Argentina nueva y próspera, con una cultura propia forjada en los valores de los próceres y las riquezas de cada colectividad, que hicieron de Argentina un país único.
Esa Argentina, admirada en el mundo, era un ejemplo de ética laboral, educación pública de calidad y movilidad social. Era el país con sus defectos, es cierto, pero que el mérito, la fe en el trabajo, y los valores morales y cívicos regían la vida cotidiana.
Foto de inmigrantes llegando al puerto de Buenos Aires (circa 1900)
El giro populista y el principio de la decadencia
Pero un día, todo cambió.
En medio de aquella abundancia, surgió un nuevo modelo político que prometía justicia social inmediata. Fue el nacimiento del populismo, encarnado en la figura carismática de Juan Domingo Perón, quien con un discurso de protección al trabajador y sensibilidad hacia los humildes, sedujo a un pueblo de buena fe.
Con Eva Perón a su lado, impulsó obras concretas y visibles: complejos turísticos como el de Chapadmalal y Río Tercero, escuelas, hospitales, viviendas. Nadie puede negar que muchas de esas iniciativas nacieron de una auténtica vocación social. Pero el precio de aquel sueño fue enorme.
Perón dilapidó las reservas de oro acumuladas durante décadas. Financió el gasto público con emisión de dinero sin respaldo. Así nació un mal que nos acompañaría desde entonces: la inflación.
La “justicia social” se transformó en dádiva; la ayuda del Estado se volvió herramienta de poder. La dignidad del trabajo fue reemplazada por la dependencia cívica.
La Doctrina Social de la Iglesia enseña que la verdadera justicia social que predica el Evangelio no se consigue con la dádiva, sino con respeto a la dignidad humana, al trabajo y a la educación. No le des el pescado sino enséñale a pescar! Sin embargo, el Estado comenzó a enseñar que el bienestar dependía del líder, no del esfuerzo propio.
Complejo turístico en Río Tercero, enclavado en las sierras de Córdoba.
La inflación, destructor silencioso
Cuando el oro se agotó, la impresión desmedida de billetes inauguró una era de distorsiones. La inflación comenzó a devorar salarios, a destruir contratos y a borrar la confianza en la economía.
Empresarios honestos y visionarios, que creían en la movilidad social, fueron víctimas de ese proceso también.
Uno de ellos fue Don Miguel A. Molina, tucumano y socio, también, del benefactor católico Alfredo Guzmán, en el banco Guzmán & Cia hace 100 años ya. Con espíritu solidario, Molina vendía terrenos a 40 años de plazo, para que las familias de trabajadores tuvieran su casa propia. Logró hacer propietarios a más de 90.000 tucumanos, que pagaban cuotas sin interés, inimaginable aun para aquellos años.
Pero la inflación arrasó su sueño. Las cuotas, que representaban importantes ingresos a Casa Molina Tierras, su empresa inmobiliaria, por el gran volumen de ventas, se diluyeron por la inflación. “Dos pesos”, decían, que ya no valían nada. Su empresa quebró, como miles de grandes y pequeños comercios que se desmoronaron ante la inestabilidad monetaria por efectos de la inflación que destruyó la economía floreciente que hasta esos años disfrutaban los argentinos.

Don Miguel A. Molina, Don Alfredo Guzmán y una imagen del banco, del Album del Centenario de 1916
La clase media, que había sido el corazón de la Argentina próspera, comenzó a diluirse. Aquellos que compraron el terreno a Don Miguel y que la inflación se los había “regalado” tampoco llegaban a fin de mes y caían en la pobreza.
El adoctrinamiento y el mito
La crisis económica vino acompañada de otra aún más profunda: la cultural.
El populismo creó una religión política. Perón y Eva se transformaron en íconos venerados. En las escuelas se recitaban sus nombres, las críticas eran prohibidas, la lealtad se medía en devoción.

Una de las páginas de los manuales que repartía el gobierno de Perón en las escuelas
Eva Perón, sin duda una mujer de entrega y compasión, también fue usada como instrumento de consolidación del poder. Desde su Fundación se repartían colchones, juguetes, zapatillas, alimentos. Gestos de amor que se mezclaban con una estrategia de control político.
El agradecimiento se transformó en sumisión, y también clientelismo con el tiempo.
El fanatismo alcanzó límites impensados. Cuando sectores de la Iglesia cuestionaron el rumbo, llegaron los enfrentamientos y la quema de templos.
Algunas imágenes de la quema de iglesias por parte de fanáticos peronistas
La Argentina, que había sido ejemplo de paz y respeto, se fracturó. Las calles se llenaron de violencia política. El diálogo se extinguió.
Así comenzó una espiral de enfrentamientos y golpes militares que marcaría décadas.
El mito que no muere
Cuando el régimen cayó, su espíritu no desapareció: se transformó.
Desde el exilio, Perón siguió dirigiendo a su movimiento a distancia. Su legado se volvió un mito, una herencia emocional transmitida de generación en generación.
El “virus populista” —una mezcla de paternalismo y desconfianza en el esfuerzo individual— quedó sembrado en la cultura política argentina.
Desde entonces adoptó muchas formas: peronismo de derecha, peronismo revolucionario, neoliberalismo menemista y populismo de izquierda kirchnerista. Rostros distintos, pero con un mismo patrón: el uso del Estado como herramienta de control y la promesa de prosperidad sin esfuerzo.
Cada década repitió la misma ecuación: emisión, inflación, crisis.
Y con cada crisis, más pobres.
Perón y Evita en una de las muchas fotos con entrega de regalos
La bicicleta de 1952: una parábola nacional
Mutiplicada por millones, esto que sólo es un ejemplo, sí ocurrió: En enero de 1952, Perón regaló una bicicleta al hijo de un obrero. Padre e hijo lloraron de emoción.
El gesto se convirtió en símbolo de la justicia social.
Pero ese mismo año, la inflación fue del 38,8%. Una bicicleta costaba 150 pesos, y el obrero ganaba 500.
El Estado les dio una bicicleta, pero le quitó, en valor real, catorce bicicletas al sueldo de ese papá emocionado. ¿Por qué? Porque la Casa de la Moneda había impreso un 40% más de billetes que el año anterior, sin respaldo.
El pueblo peronista agradeció los regalos y culpó al comerciante por los precios que subían. Y al empresariado capitalista al que había que combatir según la marcha peronista. Sin comprender que los precios no suben: lo que cae es el valor del papel moneda.
Aquella bicicleta fue una metáfora perfecta del populismo: una ilusión amable que esconde un daño profundo.

Imagen de Perón y Eva Duarte, en uno de tantos folletos de la época
Hoy, ese niño tendría más de 70 años. Tal vez aún recuerde su bicicleta con ternura y vote con el corazón, no con la razón. Así se transmitió el mito: de generación en generación, destrozando la cultura argentina del ascenso social fruto del trabajo que dignifica. Pero le habían enseñado que era Perón el que dignificaba ...o Eva Duarte.
El populismo eterno
Década tras década, el populismo volvió disfrazado: “fútbol para todos”, subsidios eternos, tarifas congeladas, planes multiplicados.
Siempre con el mismo costo: emisión descontrolada, inflación y dependencia.
Y siempre con el mismo resultado: más pobres, menos trabajo, más resignación. Hasta que llegamos a más del 55% de pobreza en 2023.
Una nación que puede renacer
La Argentina tiene talento, recursos y un pueblo noble que aún sueña. El país que fue faro del mundo puede volver a serlo si recupera sus valores esenciales: trabajo, mérito, educación, esfuerzo, y responsabilidad social.
No hay destino inevitable, sino elecciones. Cada generación puede corregir el rumbo, romper el ciclo del populismo y construir un futuro con esfuerzo y dignidad, como lo hicieron millones que vinieron por aquellos años buscando trabajo y prosperidad.
La patria que nuestros abuelos eligieron aún puede renacer, si aprendemos a no confundir la dádiva con la justicia, el mito con la verdad y la esperanza con el autoengaño. La bicicleta conseguida con el propio esfuerzo se disfruta más, siempre.