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A 80 años de Hiroshima y Nagasaki: dos ciudades, dos milagros

Un amanecer que se tornó infierno

6 de agosto de 1945, Hiroshima. La guerra parecía lejana para muchos en la ciudad. El sol apenas iluminaba las calles cuando, a las 8:15 de la mañana, un avión plateado surcó el cielo y dejó caer una bomba que cambiaría la historia de la humanidad: Little Boy. En una fracción de segundo, un estallido cegador convirtió la ciudad en un mar de fuego. Decenas de miles murieron instantáneamente; otros tantos, entre gritos y llanto, quedaron atrapados en las ruinas.

 

Una isla de vida en un océano de muerte

A tan solo ocho cuadras del epicentro, la residencia de los Padres Jesuitas —dirigida por el P. Hugo Lassalle— permanecía de pie. Ninguno de los ocho religiosos sufrió heridas graves, ni presentaría, en los años posteriores, los efectos de la radiación que devastó a miles.

 

     

El Padre Hubert Schiffer, años después junto a uno de los pilotos del Enola Gay, avión desde el que se bombardeó Hiroshima. Y foto del libro que publicó con su testimonio del Milagro de Hiroshima

 

Sus testimonios coinciden en lo esencial: no había explicación humana. Las paredes estaban intactas, el techo seguía firme, y ellos —que vivían una vida de oración y consagración— salieron ilesos. Atribuyeron su salvación a un secreto sencillo y profundo: rezaban el Rosario cada día, pidiendo la protección de la Virgen María.

En algunos de los reportajes de la época, olvidados ya, señalaba el padre Lassalle: "Vivíamos el mensaje de Fátima y rezábamos juntos el Rosario todos los días", explicaba.

 

Nagasaki: el segundo horror

Tres días después, el 9 de agosto, la tragedia se repitió en Nagasaki. La bomba Fat Man destruyó gran parte de la ciudad, arrasando barrios enteros y sumiendo en silencio a miles de familias. Sin embargo, en medio de aquel paisaje de muerte, el convento franciscano de San Maximiliano Kolbe —en el distrito de Hongochi— permaneció prácticamente intacto. Los frailes sobrevivieron y, como los jesuitas de Hiroshima, no sufrieron consecuencias graves de la radiación. Ellos también vivían una devoción diaria al Santo Rosario.

Foto publicada en el diario japonés años después del milagro en Nagasaki

 

El diario japonés Mainichi Shimbun describe cómo el convento se convirtió en sitio de peregrinación tras la guerra, atrayendo a visitantes que buscaban reflexionar sobre la paz y la resiliencia. La gruta de estilo Lourdes, construida por Kolbe en 1932, sigue siendo un punto central de oración, y el museo del convento exhibe artefactos de la misión de Kolbe, incluyendo documentos de la primera edición de la revista.

 

Más allá de la física

Ingenieros y científicos, al investigar ambos casos, no encontraron explicaciones concluyentes: las leyes de la física indicaban que ambos edificios debieron quedar destruidos. No hubo blindajes especiales ni materiales resistentes al impacto. Todo apuntaba a un misterio que escapaba a la lógica humana. Para los protagonistas, no se trataba de coincidencias ni azares improbables: era la mano de Dios, actuando por intercesión de la Virgen.

 

Luz en medio de la noche

Hiroshima y Nagasaki quedaron como heridas abiertas en el corazón del siglo XX. El sufrimiento humano fue inmenso, pero también lo fue el testimonio de fe.

Aquellos supervivientes se convirtieron en mensajeros de esperanza, recordando que la oración puede sostenernos incluso cuando el mundo se derrumba. En las ruinas ardientes, sus voces repetían: “Rezad el Rosario todos los días; es la oración que nos cubrió con el manto de María”.

 

Un arma contra las “bombas de hoy”

Milagros así —portentosos, desafiantes a toda explicación humana, ocurridos en el corazón mismo de la zona cero de los bombardeos atómicos en Hiroshima y Nagasaki— son señales que la ciencia calla y que la prensa anticatólica ha preferido sepultar en el olvido. Sin embargo, a casi ochenta años, resurgen como un faro que nos confronta con el insondable misterio de la fe: no como simple consuelo, sino como salvación real y tangible, eco visible de la Salvación que Cristo nos ofrece por medio de su Iglesia y de sus Sacramentos.

En aquellas ruinas, la mano protectora de María, Madre y Corredentora, se hizo presente, recordándonos el legado precioso que nos dejó: el Santo Rosario, arma de Gracia más poderosa que cualquier arma de destrucción, capaz de proteger incluso frente al rugido infernal de la bomba atómica.

A 80 años de Hiroshima y Nagasaki: dos ciudades, dos milagros
El Cristiano 12 de agosto de 2025
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