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La intolerancia como enfermedad social en Argentina

Estamos enfermos. Argentina atraviesa una grave crisis social que va más allá de la economía o la política: la intolerancia se ha instalado como una enfermedad profunda que corroe los vínculos y destruye los puentes del diálogo. En lugar de aceptar las diferencias como una riqueza, se ha consolidado la costumbre de rechazar al otro, convirtiéndolo en enemigo. Esta realidad, que no es exclusiva del país, afecta también a muchas democracias modernas, generando divisiones que ponen en riesgo la convivencia.

 

Un mal que crece con los años

En las últimas décadas, especialmente durante gobiernos con fuerte impronta ideológica, como el kirchnerismo, se ha consolidado un clima donde disentir se paga caro. Inspirados en prácticas autoritarias del pasado, como el peronismo más cerrado, se silenció la crítica en canales oficiales y organismos públicos, cooptados por el clientelismo y la militancia. 

La exclusión del pensamiento contrario se transformó en norma, y se naturalizó la descalificación pública de los disidentes. La intolerancia llegó a exponer imágenes de políticos y actores al escupitajo público en la vía pública, incluso de niños.

 

Esta intolerancia, sin embargo, no se limita a un solo sector. Desde los medios de comunicación hasta las redes sociales, pasando por el arte y la cultura, se ha consolidado la “cancelación mediática”. Quienes no suscriben al pensamiento dominante —especialmente en temas de género, ideología o moral— son marginados, ridiculizados o directamente censurados. El fenómeno conocido hoy como “wokismo” no ha hecho más que profundizar esta lógica en buena parte de Occidente.

 

La política, campo fértil para el enfrentamiento

Las elecciones argentinas han sido un laboratorio donde la intolerancia se multiplica. La búsqueda de la polarización ha llevado a estrategias comunicacionales donde todo se reduce a una dialéctica binaria: el contrario es el enemigo. Esta lógica marxista que divide y enfrenta ha invadido el lenguaje político y social. Pasó entre partidos que compartían ciertos idearios de género, como Cambiemos con el Frente de Todos.

La dialéctica marxista nos ha enfermado, y está presente todos los días. Esa dialéctica que solo busca dividir en blanco y negro todo, enfrentándolo. Primero fue el proletariado contra el capital, luego la mujer contra el hombre, hoy al hombre contra su propia naturaleza, incluso. En política, el odio al adversario (visto como un enemigo) destruye la convivencia democrática que debe existir, y se traduce en violencia verbal, para pasar a la violencia activa. Ya lo vivimos…

La Libertad Avanza no fue la excepción. También hace uso y abuso de una violencia verbal que no condice con los valores que expresa su propuesta. Y ha sumado a esa intolerancia endémica que sufrimos.

Hoy la intolerancia la vemos a un militante opositor negándole la mano al presidente de la Nación en la mesa electoral. La vemos también el lenguaje soez de Milei con el destrato al opositor, La vemos en las redes sociales desde todos los espacios políticos. La vemos luego plasmada en las calles con pintadas en paredes, con gritos, y poco a poco, el contagio se traduce en la vida cotidiana con más violencia, en un círculo vicioso de odios que sólo destroza más la sociedad, ya amancebada con malos ejemplos. La política ha dejado de ser un terreno de construcción común para convertirse en un campo de batalla.

 

La intolerancia religiosa y cultural

Casos como los ataques a templos católicos por parte de grupos feministas radicales, o la imposición de leyes como la Ley Micaela —que obliga a empleados públicos a adherir a ciertas visiones ideológicas para conservar su trabajo— reflejan una intolerancia estructural que no respeta la libertad de conciencia ni de expresión. Cuando se exige pensar de determinada manera, se anula el pluralismo, esperable en una sociedad democrática.

Incluso el Magisterio de la Iglesia ha señalado que la intolerancia puede resultar en una anarquía moral, donde el más fuerte prevalece sobre el más débil, socavando así los cimientos de la convivencia humana y la búsqueda del bien común, principios esenciales para cualquier sociedad democrática.

 

La respuesta: caridad política y amistad civil

Frente a este panorama, la solución no es responder con más intolerancia, sino cultivar una cultura del respeto, del diálogo y de la escucha. La caridad política, es decir, el compromiso de buscar el bien común incluso con quien piensa distinto, debe guiar nuestras acciones. El adversario no es el enemigo. Fomentar la amistad civil —ese espacio donde las diferencias conviven sin destruirse— es el camino para sanar nuestras heridas sociales.

Si no logramos detener esta espiral de odio, serán nuestros hijos quienes paguen las consecuencias y quienes deban intentarlo. Aún estamos a tiempo para superar la intolerancia y construir una sociedad más armónica.

La Argentina es una sociedad fundada en los valores del Evangelio y todos debemos hacer nuestro aporte. Desde partidos políticos, la educación, las organizaciones intermedias, los centros vecinales, redes sociales y fundamentalmente, la familia.

La intolerancia como enfermedad social en Argentina
El Cristiano 19 de mayo de 2025
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