Nada concita mayor interés mundial que la noticia de la muerte de un Papa y la elección de uno nuevo.
Recientemente, el mundo entero estuvo expectante de lo que ocurría en el Vaticano por el fallecimiento de Francisco y la llegada de León XIV. Toda espera tiene algo de sagrado porque nos relaciona con nuestras esperanzas y anhelos.
No voy a referirme al significado espiritual de los momentos vividos, que de eso hay mucho que decir, sino que quiero poner el acento en la experiencia sensible vivida por muchos, tanto en su aspecto afectivo como en la faz estética. La emoción embargaba los corazones en todo momento, pero al mismo tiempo el despliegue de rituales y signos también es digno de destacar. Las ceremonias vividas en la majestuosidad de la Basílica de San Pedro, el cuerpo de Cardenales y Obispos vestidos con los colores que los distinguen, los presbíteros y todo el pueblo fiel reunido en la plaza, la banda de música, el coro, los colores y vestimenta de la Guardia Suiza, la liturgia en general, conformaban una experiencia estética conmovedora. Componían un conjunto que reunía solemnidad, belleza y sentimiento como corresponde a las cosas sagradas. Lo sagrado implica algo que debe ser reverenciado y respetado. Es una categoría superior que nos excede. “Quítate los zapatos porque estás en un lugar sagrado” le dijo Jehová a Moisés. Hay una distancia entre lo terrenal y lo celestial, entre lo humano y lo divino. Lo opuesto a lo sagrado (consagrado a Dios) es lo profano (relativo a lo humano) y profanar significa tratar algo sagrado como si fuera común. Cierto periodismo que no estuvo a la altura de las circunstancias, sugería que la Iglesia se modernizara con la votación electrónica para agilizar el proceso de la elección del nuevo Pontífice. En la era de la inmediatez todavía estábamos dependiendo del humo que saliera de una vieja chimenea.
Ayer, en la audiencia general de los miércoles, el Santo Padre León XIV en ocasión de recibir a las autoridades católicas de rito oriental, les dijo: “¡Cuánta necesidad tenemos de recuperar el sentido del misterio, tan vivo en sus liturgias, que involucran a la persona humana en su totalidad, cantan la belleza de la salvación y suscitan asombro por la grandeza divina que abraza la pequeñez humana ¡Hay que preservar las tradiciones sin diluirlas. Hay que custodiar las liturgias!”
Una liturgia bien cuidada y celebrada con la unción y la solemnidad que corresponde a lo sagrado puede ser determinante de una conversión, como fue el caso de Paul Claudel en una Misa en la noche de Navidad. Es un signo sensible de la gracia invisible que toca las almas.
Las formas son importantes, los símbolos son relevantes. Lo sabían bien los romanos. En una época en donde predomina la informalidad, el “da lo mismo”, la vulgaridad, la chabacanería y el culto a la fealdad; que existan todavía estas celebraciones con la pompa acorde a las circunstancias, llama la atención y concita el interés porque nos eleva de la chatura que nos rodea.
Algo similar ocurre, por ejemplo, con la coronación de un rey, donde se guardan formalidades ancestrales. El ciudadano común admite y reconoce que hay una jerarquía, una nobleza (a veces más de forma que de fondo), que está por encima de ellos y la respetan.
Este elogio de las formas puede parecer superficial pero no lo es. Se dice que la belleza es uno de los nombres de Dios y santo Tomás de Aquino definió la belleza como “el esplendor de las formas”. Dostoievsky escribe: “A Dios por la belleza”. Cuando Cristo quiso revelar su gloria en el Monte Tabor su rostro se transfiguró y sus vestiduras resplandecían con una claridad deslumbrante. Ese momento de revelación donde se muestra quien era Cristo fue de tanta beatitud que los discípulos exclamaron: “Qué bien se está aquí”. A Ti y sólo a Ti: “Todo honor y toda gloria”.
Autor: Dra. Graciela E. Assaf de Viejobueno