El poder del lenguaje y su impacto en la vida pública
En tiempos de violencia callejera y crispación social, el lenguaje de los líderes políticos no es un detalle menor. Las palabras construyen o destruyen, abren caminos de diálogo o encienden fuegos de confrontación. Por eso preocupa el uso cada vez más frecuente del insulto público, la descalificación y el agravio personal por parte de representantes del Poder Ejecutivo y Legislativo, sin excluir algunos casos también en el ámbito judicial.
Este fenómeno, que podría parecer anecdótico, erosiona las bases mismas de la democracia. En una república donde la palabra debiera ser instrumento de razón, persuasión y servicio al bien común, se ha convertido en arma de ataque, ironía hiriente o vulgaridad sin límites. Y cuando quienes deben dar ejemplo se tornan agresores verbales, ¿qué puede esperarse de los más jóvenes que los miran como modelo?
Del insulto político al desencuentro social
En plazas, escuelas, clubes y redes sociales vemos cada día jóvenes peleando sin control, incluso hasta la muerte, movidos muchas veces por una pasión mal educada. Este clima no surge en el vacío. Los liderazgos que deberían templar los ánimos, muchas veces encienden los resentimientos. Y “educan”, o mejor dicho, mal educan a los adolescentes.
Desde el presidente Javier Milei, que ha incurrido en expresiones soeces o calificativos ofensivos hacia otros dirigentes, hasta figuras del kirchnerismo como Guillermo Moreno, Juan Grabois o la ex presidenta Cristina Kirchner, el panorama político muestra un preocupante uso del lenguaje como herramienta de agresión, no de propuesta.
¿Es este el ejemplo que merecen nuestros hijos? ¿Pueden aprender a convivir en la diferencia si sus mayores desprecian y ridiculizan al que piensa distinto?
La raíz cristiana de la política: respeto, no pugilato
La cultura occidental y cristiana, base profunda de nuestra identidad nacional, enseña el respeto a la dignidad de cada persona, incluso —y especialmente— al adversario. San Pablo nos recordaba: “No devolváis mal por mal ni injuria por injuria” (1 Pe 3,9).
La actividad política es un servicio público, no un ring de boxeo. Los cargos no son tronos de impunidad para descargar frustraciones, sino responsabilidades que demandan prudencia, altura moral y decoro institucional. Hemos visto por televisión la falta de decoro de los diputados o senadores a los gritos, sin el mínimo decoro a la institución a la que pertencen. Ayer nomás se retiró del recito ante un vulgar insulto Guillermo Francos, que demuestra con su educación y modales la contracara de lo que señalamos, es justo decirlo.
Asesores, funcionarios y ciudadanos: la urgencia de cuidar la palabra
Por todo esto, se vuelve urgente que los asesores, equipos de comunicación y referentes políticos tomen conciencia del poder formativo del lenguaje. El modo en que un intendente habla, el estilo con que un diputado discute, el tono con el que un ministro responde… todo eso modela la vida pública y moldea la cultura cívica de un país.
La Argentina necesita menos gritos y más razones, menos ofensas y más propuestas, menos egos heridos y más construcción común. Si seguimos bajando el nivel del lenguaje, bajaremos también la calidad del debate, la confianza en las instituciones y el respeto entre hermanos.
Los niños nos miran: ¿qué sociedad queremos dejarles?
La familia argentina, la escuela y la Iglesia luchan por educar en valores mientras los grandes referentes mediáticos y políticos deseducan con sus gestos y palabras. Necesitamos que quienes tienen voz en el espacio público sean ejemplos de diálogo, no de violencia verbal.
Porque cada palabra que pronunciamos tiene eco, y cuando se trata de quienes detentan poder, ese eco puede marcar generaciones enteras.
La sociedad reclama una política más humana, más cristiana, más sabia. Y los niños argentinos, que aprenden del ejemplo, sin duda agradecerán a quienes usen el lenguaje como instrumento de paz, y no como lanza de división.
El respeto empieza por la palabra, el dialogo. Y sin respeto, no hay República.