Después de un verano que parecía eterno, el invierno llegó a la Argentina. Y no vino suave. Un frente polar irrumpió con fuerza, haciendo temblar los termómetros y estremeciendo los cuerpos… y también las conciencias. Las temperaturas bajo cero no son nuevas, pero este año llegaron de forma brusca, sin aviso, poniendo a prueba a todos. Y, como siempre, golpeando con más dureza a los que menos tienen.
Las bajas temperaturas se sienten. Pero hay quienes no tienen cómo defenderse de ellas. Caminamos apurados por las calles, ocupados con nuestras rutinas, sin ver —o sin querer ver— a esas personas que viven a la intemperie. Están ahí. Son muchos. Están en las veredas, bajo techos improvisados, en rincones que intentan proteger del viento helado… lejos de nuestros barrios, lejos del centro, lejos de la mirada de todos.
El frío los tomó por sorpresa. Pero no tienen frazadas ni un techo. No tienen una estufa que encender. No tienen a quién llamar. Algunos no saben que existe ayuda estatal; otros, simplemente, han perdido toda esperanza. Es cierto que el gobierno cuenta con programas de asistencia, pero muchas veces no alcanzan, no llegan, o no se conocen. Y mientras tanto, el termómetro sigue bajando.
Cae la noche. Y para muchos comienza la verdadera lucha: la de sobrevivir.
En este contexto, la solidaridad no es un gesto. Es una urgencia. Y una oportunidad. Porque cada uno de nosotros puede hacer algo. A veces pensamos que ayudar es complicado, que requiere tiempo, dinero o una estructura organizada. Pero la verdad es que una sola llamada puede marcar la diferencia. Si ves a alguien en situación de calle, podés comunicarte con los servicios sociales de tu ciudad. Quizás esa llamada salve una vida.
Cáritas atiende éstas y muchas emergencias. Y muchas parroquias ya están haciendo lo que pueden: abren sus puertas, dan de comer, entregan mantas, ofrecen una palabra. Pero sobre todo, ofrecen compañía. Porque el frío del cuerpo duele, pero el del alma… ese congela aún más. El abandono, la indiferencia, la soledad, son cargas tan pesadas como el hambre.
Y todos, absolutamente todos, podemos sumar algo. Un abrigo que ya no usamos. Una frazada olvidada. Un turrón para ese niño que pasa con su madre. Una sonrisa sincera. Un “Dios te bendiga” que reconforte. Como decía una religiosa: “Todo lo que ya no usás, no es tuyo”. Y un párroco recordó en Misa este domingo: “Todos guardamos ese saco que ya no nos entra, y ya no vamos a adelgazar. ¡Donalo!”.
Sí, muchos dirán que la responsabilidad es del Estado. Y es cierto. Pero la respuesta más profunda es la que nace del corazón. Porque cuando una sociedad se anima a ver a los caídos, a los invisibles, a los que sufren… empieza a sanar de verdad.
Nuestros abuelos construyeron este país recibiendo con generosidad a miles de inmigrantes que llegaron “con una mano atrás y otra adelante”. Hoy, nos toca a nosotros. Y no hay que ir muy lejos: hay prójimos a la vuelta de la esquina.
Que este frío nos despierte. Que no nos acostumbremos a mirar para otro lado. Que podamos crecer como Nación, recuperando ese valor tan simple y tan poderoso: el de abrigar la vida del otro con nuestra propia humanidad.
Porque ayudar no sólo cambia al que recibe. Nos transforma también a nosotros.