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El pecado original de la política argentina

La centralización y concentración del poder político y económico han erosionado el federalismo argentino, desvirtuando su rol como matriz institucional y de desarrollo. La dependencia de provincias y municipios respecto del gobierno nacional ha profundizado el desequilibrio territorial, impactando en la distribución poblacional y en la fragilidad económica del país. Recuperar el federalismo práctico es clave para revertir el deterioro estructural y alcanzar un desarrollo equitativo.


Es frecuente que los analistas políticos recurren a la multicausalidad para explicar la debacle argentina enumerando, no sin verdad, un cúmulo de males que nos aquejan. Los más comprometidos orientan sus algoritmos causales y los identifican con tal o cual gobierno en una suerte de distribución de culpas que, por lo general, queda teñida de parcialidad. Tales análisis explican, de algún modo, lo que nos ocurre, pero los caminos de salida que proponen suelen quedar constreñidos a recetas que, en el mejor de los casos, son un respiro momentáneo, pero siguen aumentando los vergonzosos indicadores de nuestro fracaso.

Así lo demuestra nuestro devenir histórico nacional. Frente a esto diremos que existe un pecado de origen en el plano de la política que, según nuestro criterio, explica la debacle de un modo más preciso. Lo nombramos original, igual que la ancestral falta adámica, por ser precisamente la raíz de una serie de males que nutre el árbol de frutos amargos del que estamos acostumbrados a servirnos.

Es original también porque afecta los cimientos institucionales de nuestro país: la Constitución del 1853, los pactos preexistentes a ella y el ordenamiento político-jurídico español previo a la declaración de nuestra Independencia en 1816.

Es al mismo tiempo un pecado original por omisión y por acción. Por omisión, debido al olvido de nuestro régimen fundacional que consagra al federalismo como principio estructurante de nuestra organización política. Por acción persistente, dado que termina resultan do una costumbre orientar las políticas públicas en sentido opuesto al federalismo antes mencionado, mediante la propagación del virus del centralismo.

Por cierto, el federalismo argentino no es un simple modelo para asignar competencias y armonizar relaciones de las Provincias con el Gobierno Federal. Cuando los constituyentes de 1853 adoptaron el federalismo como núcleo pétreo de nuestra organización nacional, lo hicieron, claro está, respetando un mandato político de los pueblos que representaban con el propósito de ordenar las relaciones entre las catorce Ciudades-Provincias fundacionales de la República Argentina al momento de sancionarse la Constitución pero, de la misma manera, definieron el régimen político propio de nuestra comunidad política en todos sus niveles organizacionales (municipio, provincia y Nación). Es así que no solo definieron una forma de estado o una forma de gobierno (quién ejerce la autoridad y cómo debe hacerlo) sino también la modalidad de la participación y la representación política y, por consiguiente, el marco referencial obligado de las políticas públicas mediante las cuales debería darse cumplimiento a los fines enunciados en el Preámbulo de la Constitución Nacional.

El federalismo es la matriz política, jurídica, territorial y de desarrollo del país. Contra eso se pecó y se continúa pecando. El modelo concentrado vigente desde hace décadas, en sentido contrario, fue el origen de numerosos males que siguen deteriorando el tejido social y licuando las instituciones republicanas.

Dado que el desarrollo social se encuentra ligado a las políticas de gobierno y al modo en que es tas últimas impactan en la vida de la población distribuida en el territorio, la concentración del poder político y económico vigente en nuestro país ha centralizado todos los procesos de tal manera que se termina neutralizando las iniciativas propias de los gobiernos locales y de las organizaciones sociales.

El avance de los gobiernos nacionales sobre las facultades que, oportunamente, se reservaron las provincias para sí, convirtieron a los gobiernos de éstas y de los municipios en entidades dependientes en lo económico, lo social y cultural, debido a lo cual se fueron aniquilando, poco a poco, las posibilidades de un desarrollo distribuido. Con desazón digamos que han sido precisamente una gran parte de los gobernantes locales co-responsables de esta pérdida.

Concentración y centralización han sido los vicios que diluyeron el federalismo argentino. Concentrar es la acción o efecto de reunir en un punto o centro lo que estaba separado o disperso y centralizar es la acción o efecto de atribuir al gobierno supremo o central toda la autoridad que estaba atribuida a gobiernos u organismos locales. Ambas expresiones deben utilizarse para expresar aspectos complementarios, pero distintos de la maltrecha realidad política argentina. Concentración hace referencia a la situación de la población argentina y sus actividades productivas y centralización se vincula con el poder de decisión.

En 1810 el 90% de la población del país era rural; cien años después (1910) la población rural y urbana se distribuía en mitades y, actualmente, el 92,5 % de la población es urbana. Un agravante de esta situación es que el 40% de los habitantes se encuentra en el área que configuran la Ciudad de Buenos Aires y los municipios del conurbano bonaerense (AMBA), que representa solo el 0,47 % del territorio continental. Esto explica por qué la región pampeana concentra el 80% de la riqueza humana y económica nacional y centraliza los grupos de mayor capacidad negociadora, los factores de poder más influyentes, las instituciones políticas más relevantes y los equipos técnicos más especializados. Sumado a esto, los argentinos iniciamos el invierno demográfico al registrarse, en el último año, la mayor caída de la tasa de fecundidad, descendiendo hasta 1,8 hijos por mujer, es decir por debajo de la tasa de reemplazo o mantenimiento de la población. Podríamos sumar a este cuadro la pobreza estructural, la pérdida de la calidad educativa y la consecuente dificultad para acceder al empleo y el desigual modo en que se distribuye el gasto público

El subdesarrollo ha sido el patrón de comportamiento general en la casi totalidad del territorio evidenciado por la lentitud en el crecimiento y la fuga o migración interna de su población, con pobreza, subempleo y pérdida de poder adquisitivo.

Revertir este cuadro supone redistribuir desarrollo y ello solamente puede conseguirse con la desconcentración espacial de actividades socio económicas y, consecuentemente, de la población al mismo tiempo que descentralizando competencias y niveles de decisión, entendiendo este proceso como el reconocimiento por parte del Gobierno Federal de las facultades de los gobiernos locales y los cuerpos sociales. Sobre las espaldas de los líderes políticos, de todos los niveles y filiaciones partidarias, se encuentra la responsabilidad de recuperar el federalismo, no declarativo, sino puesto en práctica mediante la aplicación concreta de los correspondientes marcos jurídicos, políticos y fiscales a fin de promover la autonomía municipal y promover la relocalización poblacional mediante el desarrollo económico local.

 

Autor: Pablo Berarducci
Fuente: Civilidad

Juan Pablo Berarducci 13 de junio de 2025
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