“El Señor no tarda en cumplir su promesa... sino que tiene paciencia con ustedes, porque no quiere que nadie perezca, sino que todos se conviertan” (2 Pedro 3,9).
Mientras tanto, una gran mayoría de cristianos, anestesiados por la mundanidad que nos impone la vida moderna, se aleja de la Fe, se olvida de lo importante y se aferra al “valle de lágrimas” como si no hubiera realmente en la otra vida el destino para el que Dios nos dio el ser.
Pero hay también una iglesia que en cada vez más pequeña sigue apegada a la doctrina, y sabe y espera. La que señaló un joven teólogo Joseph Ratzinger en 1968: “Cuando Dios haya desaparecido totalmente para los seres humanos”, aseguró Benedicto XVI hace cuarenta años, “experimentarán su absoluta y horrible pobreza. Y entonces descubrirán la pequeña comunidad de los creyentes como algo totalmente nuevo”.
Ese rebaño fiel que da el buen combate, crece por la gracia de Dios. Y también tiene el dilema de los primeros cristianos. Muchos repiten con fervor “¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22,20), deseando ardientemente la Segunda Venida de Cristo. Pero… ¿por qué deseamos que vuelva ya? ¿Porque anhelamos su Reino por amor y justicia? ¿O porque nos cansamos de este mundo y, en el fondo, nos sentimos seguros de nuestra propia salvación?
Aquí hay un riesgo espiritual profundo: el deseo de la Segunda Venida como una vía de escape del sufrimiento o, peor aún, como una expresión de cierta soberbia espiritual. Creemos que ya estamos "del lado de los salvados", y que lo demás es “problema de otros”. Pero, ¿es ese el corazón de Cristo?
El tiempo de espera es tiempo de misericordia
El Catecismo de la Iglesia enseña que “la venida del Mesías glorioso está suspendida en todo momento de la historia hasta que se le reconozca a Él como el Mesías por ‘todo Israel’” (CIC 674). Es decir, el regreso glorioso de Jesús no es un reloj automático, sino que está ligado a la conversión de los pueblos. Por eso, esperar activamente su venida no significa mirar al cielo con los brazos cruzados, sino ponerse en camino hacia los hermanos, especialmente hacia los más alejados.
San Juan Pablo II afirmó: “La espera activa de la venida del Señor significa trabajar por un mundo más justo, más fraterno, más conforme con el Evangelio” (Ángelus, 28/11/1999). En la misma línea, Benedicto XVI señaló que “la misión de la Iglesia no es acelerar el juicio, sino prolongar la gracia”.
¿Atrasar la venida de Cristo?
No por desobediencia, sino por amor. Porque cada día más que el Señor “tarda” es un día más en que un pecador puede convertirse, un inocente puede recibir consuelo, un ateo puede encontrar a Dios. ¡O esos miles de cristianos adormecidos por el mundo que se aferran a él! Como afirma el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia: “La Iglesia no puede desinteresarse de la suerte temporal de la humanidad: la construcción de un mundo más justo es parte esencial de su misión evangelizadora” (CDSI 63-65).
Y si tomamos en serio las palabras de San Pablo: “Dios quiere que todos los hombres se salven” (1 Tim 2,4), entonces nuestro rol no es desear que se acabe el tiempo, sino interceder, actuar y sacrificarnos para que otros lleguen a la salvación.
Entonces, ¿trabajamos para acortar o para alargar?
Trabajamos por amor, no por ansiedad. Ni para acelerar ni para demorar, sino para que cada instante de historia sea fecundo en frutos de conversión. La verdadera esperanza cristiana no está en escapar del mundo, sino en transformarlo desde dentro. Como María, que “esperó al Salvador cooperando con Él” (Lumen Gentium 61). En un tiempo de Gracia, como lo es el Año Santo, nuestra tarea evangelizadora personal es hoy. Con nuestros próximos. Con cada familiar, con cada amigo, con nuestros conocidos en el trabajo. Porque allí está el prójimo que Dios nos encarga amorosamente para cooperar con su tarea salvadora.
¿Estás esperando la Segunda Venida de Jesús con amor… o con impaciencia egoísta? ¿Trabajás por tu salvación individual… o por la salvación del mundo? Que nuestra Madre la Virgen nos dé la firmeza y perseverancia para anunciar la Parusía con un apostolado valiente por la salvación de las almas de nuestros prójimos.
Oración de San Francisco de Asís
Señor, haz de mí un instrumento de tu paz:
Donde haya odio, ponga yo amor;
Donde haya ofensa, ponga yo perdón;
Donde haya discordia, ponga yo unión;
Donde haya error, ponga yo verdad;
Donde haya duda, ponga yo fe;
Donde haya desesperación, ponga yo esperanza;
Donde haya tinieblas, ponga yo luz;
Donde haya tristeza, ponga yo alegría.
Oh Maestro, que no busque tanto
ser consolado como consolar;
ser comprendido como comprender;
ser amado como amar.
Porque dando se recibe,
olvidando se encuentra,
perdonando se es perdonado,
muriendo se resucita a la vida eterna.
🙏 Amén
¿Apresurar o postergar la Segunda Venida? El dilema de la espera cristiana